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103.

La pequeña de las dudas infinitas vuelve a estar acurrucada en el sofá, con el estómago hecho un nudo, más asustada que el Papa en un poblado de niños etíopes y más dolida que un ciervo entre los dientes de un precioso lobo.
A veces el dolor es más tangible cuando el espejo colabora, otras es como un chillido punzante de una voz esquizofrenica que rebota, una y otra vez, y otra, desgarrando todo rastro de lucidez.
No te sientes, no te rompas la vida, mejor camina, estira tu cuerpo, gástate.
Y, joder, maldito cerebro, deberías aprender a callarte, nos vendría bien a ambos un descanso, pero no. Y el humo saliendo, y las paredes acechando, y el corazón marchito de prosa, y el semblante, cómo no, aterrorizado.

-Ese reflejo no es el mío, devuélvanme el cuerpo que mi mente ha asimilado.-
-Esas ideas son mis crisis atrasadas, apuesten doble en soledad esta noche, parece que va a ser seguro el premio.-

 La pequeña, no tan pequeña, no se reconoce, no se molesta en buscarse porque no tiene claro si quiere encontrarse.
Y las veintiséis baldosas, brillantemente blancas, amenazan con escaquearse, con pisarla, con aplastarla.
Más.

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Quizás solo se trate de prosperar, de seguir por un camino que no sea el que marquen tus labios, unas caricias que no sean las tuyas.